El pasado viernes, mientras embutía mis pies en sendas bolsas-para-mierda-de-perro como medio desesperado para combatir el frío en la oficina, pensaba en lo que acababa de ocurrir horas antes en una notaría.
Había llegado allí junto con mi jefe para, pensaba yo (ingenuo de mí), firmar de una vez por todas mi contrato. Se me hizo raro quedar para ello en una notaría, pero como desconozco los tejemanejes de la cúpula empresarial (y política) de la provincia, supuse que sería debido a alguna otra de tantas formalidades destinada al ahorro de costes a costa de los impuestos. Es decir, a mi costa. Uno se va a acostumbrando a este tipo de cosas. Ver Los Soprano ayuda.
Nada más entrar en la notaría, que consta de dos pisos en el centro de la villa, me golpeó una ola de calor. Se me empañaron las gafas y miré de refilón a mi jefe: ¿no podrías poner algo así en mi puta oficina? Pienso. Hijo de puta, qué feliz pareces, pienso.
Avanzamos por pasillos con puertas abiertas y mostradores donde se afanan los muchos empleados del notario, hasta que nos instalan en una mesa en un cuarto a parte, con las puertas cerradas. Cuatro sillas. Comenzamos a charlar mi jefe y yo sobre trabajo hasta que llega el abogado del jefe, con un abrigo marrón de solapas enormes. Tiene cara de estúpido y parece que tiene prisa. No me dirige la palabra y casi mejor, aunque su indiferencia absoluta por mi presencia provoca que empiece a sentirme incómodo.
Bueno, yo a lo mío, me digo, y mientras intentaba reconocer el personaje del cine en blanco y negro que me recordaba el abogado, llega la estrella del momento: el notario. Es la primera vez que veo a uno, aparte de los que aparecían hace años en los concursos de televisión.
Y es en ese momento en el que descubro el motivo por que estamos en una notaría: voy a crear una empresa, por tres mil y pico euros que me imagino habría puesto mi jefe, y acto seguido voy a vendérsela por 0 euros a él. ¿Para qué? Para tapar agujeros legales, por supuesto. Es algo habitual, por lo que parece, porque un funcionario público como es un notario y un empresario alto cargo del PP y reciente ex cargo público no se dedican a esquivar la ley con testaferros y asuntos de tal índole. Que feo.
Y allí estaba yo, firmando todo eso. Si es que ahora mismo lo pienso y me digo: ¿soy subnormal? ¿Por qué no me fui y dejé a esos analfabetos plantados? Pues porque no tengo ganas de volver a pasar once meses en paro. Débil es el hombre.
Lo único positivo de la experiencia fue que, mientras estaba allí sentado entre mi jefe, el abogado de mi jefe y el notario, fui absoluta y radicalmente consciente de las razones por las que no voto al PP u otro partido de derechas. Fui perfectamente consciente de mi debilidad como individuo y la debilidad de los que son como yo, que no son como ellos. No se trató de un pensamiento ordenado en el sentido clásico de la lucha de clases ni cargado del maniqueísmo simplón que contrasta sin razonamiento al empresario y al trabajador: fue un sentimiento de infinita ternura por mí mismo al verme aplastado por la corrupción hecha carne: funcionarios y políticos corruptos, empresarios con pocos escrúpulos y fraude fiscal. Y bolsas de plástico en los pies porque me muero de frío.
Bonito ejemplo del mundo en que vivimos. Muy grande el último párrafo.
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